Como responsable del Servicio de Pastoral de la Salud de la Casa da Saúde da Idanha, de Hermanas Hospitalarias en Portugal, comparto mi testimonio, procedente de mi intervención en la unidad de cuidados paliativos, sobre el modo en que el enfermo vive su situación al final de su vida. Procuraré ser lo más fiel posible. Fiel al enfermo, fiel a mí misma y, por qué no, fiel a Dios. Fiel al enfermo porque, a pesar de toda la empatía, la compasión y la solidaridad… nunca nos será posible saber lo que siente cuando las pérdidas se suceden, la vida se le escapa e incluso cuando la esperanza que un día habitó en él deja de hacer eco en sus pensamientos. Fiel a mí misma, para no caer en la tentación de idealizar o embellecer el “viaje” que se inicia antes del ingreso del paciente en la unidad de cuidados paliativos, un viaje con su propio bagaje, a veces tan pesado y tan difícil de soportar; o incluso de interpretar su espiritualidad teniendo la mía como referencia y ejemplo primordial. Fiel a Dios porque, bien equipada con técnicas de asistencia y otros conocimientos, corro el riesgo de creerme autosuficiente cuando, en realidad, sin Él no seré más que una buena técnica. Y yo quiero ser más, mucho más, porque solo así mi intervención promotora de esperanza y de sentido de vida cobra sentido.
La intervención pastoral en la unidad de cuidados paliativos S. Bento Menni se basa en el modelo hospitalario asistencial que configura nuestro proceder; sienta las bases de la prestación de cuidados diferenciados y humanizados en la salud, de la promoción de la dignidad y el valor de la vida humana en todas las situaciones y etapas, y del fomento de una esperanza que ofrezca un sentido a la vida.
En el seguimiento individualizado que realizo de la persona en la recta final de su vida, voy entendiendo que la percepción sobre lo fundamental se modifica; no siempre a favor de los deseos y los sueños añorados, sino de forma abierta a la posibilidad de una visión transformadora no solo para el enfermo, sino también para la familia y los profesionales.
Desde 2006, hemos auxiliado a cerca de 1500 pacientes, de los cuales el 99 % vivió entre nosotros sus últimos días. Resulta difícil saber si al final experimentaron la aceptación, esa aceptación consciente y pacificadora. En los casos de enfermedades graves e incurables (en su mayoría neoplasias), principalmente cuando las metástasis invaden el cerebro y el efecto sedante de algunos fármacos interfiere en el nivel de consciencia del paciente, compruebo cómo los mismos actúan como facilitadores de lo que podemos denominar aceptación pasiva –en que la fuerza anímica cede y abandona toda resistencia. Pero, hasta ceder, ya sea de manera inconsciente o voluntariamente, existe toda una vida que, en poco tiempo, debe ser vivida al máximo. ¡De eso soy testigo! En el oficio religioso y/o espiritual que realizo en la unidad de CP, percibo momentos de paz para la persona enferma, como la reconciliación familiar, la reconciliación consigo mismo (cuando, por las vicisitudes de la vida, se ha visto invadido por la baja autoestima, el desánimo y la autocompasión) e incluso con un Dios del cual se alejó porque mal lo conoció…
Recuerdo concretamente a un enfermo que confirmó cuán importante es un servicio de Pastoral de la Salud atento y dispuesto a intervenir. Se mostraba orientado y comunicativo. En la acogida pastoral, me confesó ser católico por tradición. Agradeció mi presencia, pero terminó afirmando que no precisaba asistencia religiosa. Dos días después, tomé conocimiento de que había solicitado la presencia de un sacerdote. Al principio me resultó extraño, pero más tarde volví a hablar con él para confirmar lo ocurrido personalmente, y pedí inmediatamente que el capellán del centro hospitalario fuese a visitarle con cierta premura. Celebró el sacramento de la penitencia. Pero, debido al agravamiento de su estado general de salud, la muerte era una realidad próxima… Sus dolores comenzaban a intensificarse. Al verlo en varias visitas pastorales, percibí en él un sufrimiento existencial que obstaculizaba el control del dolor continuo y progresivo. Sentía que no había sido un buen padre, y esa losa que cargaba era una herida que punzaba también aquel momento crítico de su existencia. Después de todo, tenía ante mí a un padre de dos hijos. Uno de ellos fue el favorito; el otro, el ignorado durante casi una vida. El favorito abandonó al padre, mientras que el otro, ya adulto y consciente de la situación de casi abandono que sufría su padre, acudió a su encuentro e hizo de todo para que este recibiera los mejores cuidados. Ya en una etapa pre-mortem, se da el encuentro entre el padre y el hijo ignorando… Se miran, pero no pueden tocarse, y las palabras se ven envueltas por un silencio profundo. Una semana más tarde, el enfermo falleció. Este fue el hijo que gestionó el funeral y acompañó a su padre en sus últimos momentos. El hijo considerado predilecto nunca vino a ver a su padre en estos momentos de dolor y sufrimiento. Todavía en la unidad, junto a su padre ya fallecido, le hice compañía a su hijo… Expresaba sentimientos ambiguos: había hecho todo lo que era deber de un hijo, pero se mostraba tenso porque aún faltaba algo. Le conté que su padre había pedido un sacerdote para confesarse. Vi cómo sus ojos se humedecían y me dio las gracias, nervioso, diciendo: “yo sentía que quería decirme algo y no podía… Estaba diferente”.
En este episodio, se observa claramente la importancia de la asistencia espiritual al final de la vida como instrumento facilitador de la reconciliación con la historia de vida de cada uno, con las tareas no cumplidas… No sé si el enfermó llegó a tener el corazón en paz, pero para este hijo, el hecho de que su padre hubiera pedido confesarse fue como si le hubiera pedido perdón, aunque lo hiciera de forma indirecta (quizás, de haber tenido más tiempo de vida, lo habría logrado). De cualquier modo, lo hizo, y aquello fue un bálsamo para este hijo. Pienso que este final conciliador solo fue posible porque la institución ofreció este recurso y porque todo el equipo se mostró atento y se involucró para descubrir y satisfacer esta necesidad espiritual. Gracias a nuestra experiencia, vamos comprendiendo la suma importancia de acompañar a la familia en los momentos posteriores al fallecimiento del paciente, además de la trascendencia de poder ofrecerle tranquilidad y paz a través de la información que transmitimos sobre el momento de la muerte de su ser querido.
Son muchas las situaciones en las que la intervención del servicio de pastoral, en colaboración con el equipo multidisciplinar, marca la diferencia en los cuidados holísticos que se prestan al enfermo, en los que siempre se incluye a su familia. La familia es, para la mayoría, lo que le da sentido a la vida; es la familia la que alimenta la esperanza y nos impulsa a rogarle a Dios por una oportunidad de vivir un poco más para ayudar a los hijos, para ver crecer a los nietos, para dar más atención al/la compañero/a de toda una vida, relaciones en las que aún queda mucho por hacer y por decir…
También quisiera recordar a Dña. Rita. Alentejana, esclava de la promesa de una reforma agraria, soltera sin descendencia. No llegó ni a proletaria, al menos tendría la riqueza de su prole. Llegó a nosotros con la autoestima baja, lo que se intensificaba por la falta de control del dolor. Llena de amarguras y de rabia, me repetía una y otra vez cuánto la habían explotado sus patrones. Tenía 71 años, era la más joven de su familia y nunca tuvo la oportunidad de conocer a sus sobrinos, ni tenía amigos que la visitaran. Pero albergaba deseos: aprender a bordar alfombras de Arraiolos, algo que nunca le habían permitido cuando era joven (“eso era para niñas ricas”, decía ella); hacer una alfombra para una médica de la última hospitalización, que la trató como a una persona; ir al cine a ver una película y poder sentarse en una silla de ruedas para salir a la calle.
En el mes y medio que pasó ingresada, consiguió cumplir estos deseos; otros, que ciertamente solo su corazón conoció, se quedaron por el camino. Pero lo me gustaría compartir es la forma en que esta señora influyó en mi forma de ver y apreciar las pequeñas cosas. Cuando la llevaba a pasear por el jardín en silla de ruedas, lentamente, porque la trepidación le provocaba dolor, me incitaba a advertir rincones y recovecos sobre los que llamaba mi atención y que hasta el momento yo nunca había percibido a pesar de pasar frente a ellos casi todos los días: este o aquel otro árbol que ella no conocía, pero que a sus ojos era hermoso -y ella tenía unos ojos del azul del mar que nunca vio; el canto de los pájaros; la pequeña fuente de donde pendía un objeto de corcho para beber agua (un cocharro) que se usa mucho en la región de Alentejo. Estos breves paseos eran su oportunidad de viajar en el tiempo y, con mi ayuda, de encontrarse con gratos recuerdos que ella insistía en depreciar. Vivió muy sola, pero murió muy acompañada por un grupo de profesionales que cuidaron de ella con afecto y que hicieron que se sintiera una persona en todas sus dimensiones.
Termino reiterando la importancia y el cariño con que muchos de los sanitarios de este Centro acogen la colaboración del servicio de Pastoral de la Salud y su integración en los equipos multidisciplinares asistenciales como un área diferenciadora en el proceso terapéutico y aglutinadora que potencia la proximidad y la sanación de la persona enferma.
Dra. Fátima Gonçalves, pastoralista de la Casa de Saúde da Idanha,